Atanasio AlegreAtanasio Alegre
Podía haber sido un día como tantos por los que trascurría aquel 27 de febrero de 1989 y no fue así. Anunciaron por radio que había disturbios, una palabra habitual en el lenguaje de la época. Los había con demasiada frecuencia en los alrededores de la universidad donde hacíamos vida. En dos de las entradas, para ser precisos, porque la de los Chuaguaramos, la que lleva a las instalaciones hospitalarias y a las de la Facultad de medicina solían quedar a salvo. Por allí entrabamos para que los alumnos no perdieran el semestre. No lo perdieron, de hecho, ese año. Pero los disturbios de ese día se habían generado en la ciudad dormitorio de Guarenas en protesta por el treinta por ciento del aumento de la gasolina.
A eso de las diez me llamó por teléfono el profesor Nuño, quien se convertiría después en una de las voces de expresión más sutiles, más agudas y más controvertidas sobre el destino de la sociedad venezolana.
-Enciende la televisión.
Con el teléfono en la mano vi lo que estaba pasando en el Nuevo Circo, en San Bernardino y en el Centro de Caracas. Lo que ocurría eran incendios y un saqueo y pillaje desaforados en los establecimientos. No había consignas. No había nadie a quien se pudiera adjudicar un liderazgo de la situación. La policía quedó desbordada inmediatamente.
-Estamos dejados de la mano de Dios.
- En el olvido de los dioses, replicó Nuño.
Los dioses tutelares, naturalmente. Así había comenzado la caída del Imperio Romano, con el saqueo de Roma. Fue entonces cuando San Agustín pronunció uno de los más importantes discursos de la historia titulado: Sobre la destrucción de la ciudad. Ni la Revolución francesa ni la rusa o cualquiera de las que uno recordaba habían tenido ese comienzo.
Faltaba alguien que comandara la operación destructora, un Alarico cualquiera. Pero aquel 27 de febrero nadie dio la cara. Había otro dato curioso. No se atacaba a ninguna de las sedes donde funcionaban las instrucciones, ni siquiera la sede de los partidos políticos, ni se metían para nada con el gobierno. Era la destrucción por la destrucción.
Veinticuatro horas después, la situación era incontrolable para las llamadas fuerzas de seguridad del estado. Ni el toque de queda ni la suspensión de garantías, impuestas por el Presidente de la Republica, calmaron los ánimos, ni el vendaval destructor amainó. Cerca de tres mil establecimientos fueron saqueados. Y hubo más de un centenar y medio de incendios provocados. Las pérdidas alcanzaron sumas astronómicas.
Ante tales acontecimientos entró en juego el ejército. Había que tomar medidas puntuales, severas y efectivas. Se tomaron. Todo de acuerdo a una exigente planificación militar
Quien estuvo al cabo de aquella operación militar y quien, según el común de la gente, salvó al país de una previsible aniquilación, ha sido imputado veintidós años después, justamente en estos días. Sin embargo, una vez que las aguas volvieron a su sitio, hubo voces que pedían que este hombre que había evitado una guerra civil – cuando menos- se hiciera cargo del gobierno. ¿Por qué no aceptó?
Esa es una de las preguntas con respuesta. El hombre se llama Italo del Valle Alliegro. Es y ha sido un demócrata a carta cabal y, por tanto, no estaba en sus planes iniciar una dictadura.
La que no ha tenido respuesta y, si las ha habido, no han sido satisfactorias, es la de quien estaba detrás de todo aquello.
Lo de Juan Nuño sobre el olvido de los dioses no deja de ser una notable metáfora: comparar lo que pasó aquel 27 de febrero en Caracas con el saqueo de Roma por las huestes de Alarico, abriendo la puerta a los bárbaros. Comparar no es, en todo caso, igualar.
El asunto está ahora en que esos dioses tutelares no miren para otra parte cuando tengan que echar una mano a este Don Italo del Valle Alliegro a quien se trata de llevar a juicio y en quien se reúnen las circunstancias de haber salvado al país del caos cuando lo del Caracazo, y de ser, por otro camino, un acendrado hombre de pro, un demócrata de los de siempre.-
miércoles, 2 de marzo de 2011
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